Un extraño joven, sereno, pulcro, entra en la estancia. Cuadrada, pequeña, lóbrega y húmeda. Paupérrima. En ella hay una docena de personas que se recolocan para acomodar al nutrido séquito de harapientos vestidos con diversos grados de curiosidad y temor que acompaña al recién llegado.
Hay un olor desagradable, denso. Miseria con notas de moho añejo y sudor en distintos periodos de maduración inundan la oscura habitación de adobe.
El invitado contempla un cuerpo sin color en el suelo y reprime una arcada. ¡Animo!, por eso estamos aquí se dice. Finge examinarlo mientras lo rodea hasta llegar a una diminuta ventana que abre distraídamente para no ofender a nadie.
Segundos después un pastoso hedor se engancha a la perezosa brisa de otoño, y desde el aliviadero comunal contiguo a la vivienda se cuela furtivo por el oportuno hueco para unirse al resto de aromas (ya casi familiares) de la estancia. Cuando se asienta y desplaza a las otras fragancias algunas miradas desafiantes taladran el fino rostro del recién llegado.
La penumbra oculta su sonrojo y en ese momento tenso una estructura de luces y halos acude en su ayuda, deslizándose silenciosa por el mismo orificio que acaba de abrir para apoyarse en el pecho del cuerpo que yace inmóvil envuelto en lienzos blancos y sucios.
Se oyen entonces algunas exclamaciones débiles y, por unos momentos, hasta enmudece el lamento de las plañideras, lo que hace que el fervor de los murmullos eleve su intensidad y todos los presentes escondan sus ojos, ahora temerosos y arrepentidos por haber dudado del hombre santo y haber malinterpretado su gesto.
Le toca a él, piensa. ¡Vamos! ¡Hazlo y márchate! Se ordena a si mismo.
Los llantos, las oraciones y el intenso olor a mierda rancia llenan cada centímetro cúbico de la sala y la necesidad de terminar cuanto antes, de salir de inmediatamente allí, se vuelve irracional. ¡Maldito trabajo! Unicamente su profunda fe en la Causa (y el estatus del cargo) le impiden dejarlo todo en instantes como ese.
Se acerca al cuerpo y se agacha a su lado. Lentamente desplaza la mano hasta la frente del hombre con cuidado de no tocarle, de no rozar nada, esperando que los demás no sean conscientes del asco que siente en ese momento.
-Escúchame… – dice. Pero se queda en blanco. Todos esperan. Tensos. Parece que hasta las plañideras elevan levemente el tono, que se hace mas agudo por momentos, aunque no impide escuchar incómodos carraspeos al fondo. Un sudor frío se desliza por su espalda.
Alguien se acerca y le susurra al oído, muy bajito: ‘Lázaro’. ¿Qué? pregunta aturdido. -Lázaro, ese es su nombre- responde el susurro-
-¡Escúchame Lázaro! ¡Levántate y camina! – dice al fin con autoridad.
Los llantos cesan, los murmullos cesan, los movimientos, las respiraciones también cesan.
Incluso el tiempo parece congelarse hasta que unos leves espasmos sacuden el descanso del difunto. Algo esta tratando de poseer ese cuerpo, ya rígido, pero no resulta fácil. Las convulsiones son ahora descontroladas, salvajes. La escena resultaría grotesca si no fuese absolutamente aterradora. Todos los presentes se alejan hasta que las paredes de la estancia les impiden seguir retrocediendo.
El invitado también se separa del poseso e intenta disimular su confusión. -Me dijisteis que había fallecido hacía muy pocas horas- repite una y otra vez pero nadie le escucha.
Solo oyen el ruido sordo de carne y huesos golpeando objetos, madera, velas y a otra carne y otros huesos. Oyen platos y vasos que vuelan y se rompen, barro contra barro, y gruñidos antinaturales que brotan de una garganta agarrotada.
Tras unos minutos de angustia y pánico colectivos el cuerpo de Lázaro se desploma. Se afloja. Abre despacio los ojos, bosteza y mira a los presentes con fastidio infinito. Tras meses sin apenas pegar ojo por culpa de unos fortísimos dolores abdominales siente que ha dormido profundamente por primera vez en mucho tiempo. Bosteza de nuevo y se estira un poco (¡joder! todo el cuerpo le duele) no recuerda la ultima vez que durmió tan a gusto. ¿Y qué hacen tantos vecinos y extraños en su casa? Dan un poco de miedo con esos rostros tan desencajados. ¿Por qué justo ahora, ahora que por fin dormía como no recordaba hacerlo en años, han tenido que venir para arruinar su descanso?
Se levanta de un salto (se siente cansadísimo) con dos manotazos se libra de los restos de la mortaja que aun lleva colgando y semidesnudo sale de la estancia jurando en arameo contra todos los presentes.
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