En el botín he incluido violencia, tacos y sexo… y ¡como no! también un montón de pasta…
EL BOTÍN
El atracador entra en el banco sin miedo. Con la seguridad y la decisión que acompañan a las acciones aprendidas a base de incontables repeticiones. Con la confianza que le da saber que, bajo su ceñido mono de trabajo negro, oculta un cuerpo esbelto y fuerte que gracias al estricto entrenamiento diario al que le somete, le sirve tanto para sorprender e inmovilizar al guarda de seguridad con una acertada combinación de ágiles movimientos orientales, como para arrastrar las miradas de cualquiera de las elegantes clientas de grandes ojos o de las guapas ejecutivas de estrechas faldas. La escopeta, también negra, que sujeta con ambas manos y con la que parece apuntar en todas las direcciones a la vez, refuerza aún más esa confianza.
Se dirige a la cajera más cercana, una joven mona y menuda y le dice en un susurro ronco: – A ver bonita, llena esta bolsa sin hacer tonterías y esto se acabará antes de que te des cuenta.- Las miradas se cruzan y un impacto de calor azul intenso golpea el rostro de la empleada del banco dejándolo enrojecido.
La chica, que desde el primer instante ha creído percibir algo familiar en el atracador, está, ahora mismo, ¡ahora! que lo ha mirado a los ojos, segura de conocerle. Está segura de que han follado. Y no una sola vez, ni dos. De esos rollos esporádicos no se acuerda. Pero sí de esos ojos que recorren sistemáticamente cada rincón del establecimiento y que consiguen paralizar a todos los allí presentes. Han sido más veces, seguro, pero ¿cuando?, ¿donde?.
Esa certeza de conocerle hace que se disipe el miedo inicial. Hace que se relaje. Hace que abra cada cajón y coja cada fajo de billetes a cámara lenta mientras repasa en orden cronológico inverso, y con la mayor exactitud posible, sus aventuras sexuales más relevantes. Él se impacienta y la señala con el arma. –Date prisa ¡joder! que no tengo todo el día. – Ella sabe que no disparará. No es un asesino, está segurísima. ¿Cómo iba a serlo? ¿Cómo iba ella a follar (varias veces) con un asesino sin darse cuenta de ese detalle? ¿Pero quien coño es este tío?
El ladrón lleva el pelo y el rostro ocultos bajo un grueso pasamontañas de lana. La estatura y complexión son las habituales de sus ligues, eso no ayuda. Y las manos protegidas por gastados guantes de cuero negro tampoco. Esas manos que sujetan la mortal escopeta. Esas manos que sabe, con absoluta certeza, que han recorrido su cuerpo, han apretado sus pechos y se han paseado entre sus piernas. Si al menos pudiese ver esas manos…
Comienza a sudar. Llevada por la ansiedad de no poder reconocerlo y la excitación que le produce la situación. Él se impacienta: – Vamos, vamos guapa, más rápido, ¡hostias! , y vosotros ni se os ocurra mover un dedo o lo paga la chica ¿de acuerdo?.–
Tan solo quedan un par de cajones por vaciar. El tiempo se agota… ¿Y porque él no la reconoce? Ni una mirada de reojo, ni una duda. Es evidente que él no sabe quién es ella. Eso ha de significar algo… ¿Cuanto hace que trabaja en esta sucursal?, ¿cuatro años?, no cinco ¿y antes?, ¡Claro! Antes estaba en la central, y allí pasó un periodo de más de seis meses con el pelo corto teñido de rubio. Al contrario que ahora que lo lleva negro y larguísimo. En esas fechas estuvo con dos chicos, uno de ellos está trabajando en Alemania, aún chatean muy de vez en cuando. El otro… desapareció. De repente. Era extremadamente reservado, incluso misterioso. Nunca supo nada más de él. Casi se sobresalta al escuchar un ‘click‘ en su cerebro.
La bolsa ya esta llena y al devolvérsela al ladrón esta se engancha en una pantalla de ordenador y cae al suelo desparramando el contenido. El atracador jura y maldice. Apunta a la cabeza de la joven con el arma y la asesina con esos bonitos ojos, ahora llenos de ira y frustración, que no saben interpretar la cálida mirada que ella le devuelve. El sonido de sirenas aumenta progresivamente mientras la chica trata de meter de nuevo en la bolsa la mayor cantidad posible de dinero. Finalmente le tira el botín y el atracador se desvanece murmurando oscuros conjuros.
La cajera ha recordado una ocasión en la que una señora, de unos cincuenta y tantos, frente a la entrada de una carnicería en la acera contraria, les saludó mientras paseaban. Él se encogió de hombros y únicamente dijo: “Es mi madre, trabaja ahí”.
En el suelo han quedado media docena de fajos de billetes, entre ellos el que contiene el localizador que hubiera permitido la captura del atracador. A partir de esta misma tarde buscará la carnicería y a la mujer de la puerta y después le preguntará por su hijo y reclamará su parte.