Paquito el Rojo, una historia de la posguerra española
Paquito el Rojo
Recuerdo cuando coleccionaba sellos. De España básicamente, desde el año cincuenta y algo hasta… no se…. los noventa supongo. Nuevos y mataos, o sea sin usar y usados, trachados, mancillados parcialmente con tinta, marcados ya para siempre.
Hago un inciso para explicar que antes se usaba papel para escribir, a veces incluso a mano, textos, cartas, documentos etc y para hacer llegar esas misivas a otras personas se introducían en pequeñas bolsitas, también de papel, los sobres, y se escribía en ellos quién era y donde encontrar al destinatario. Era necesario hacerlo con letra lo mas clara posible porque había algunos carteros muy quejicas pero eso no viene al caso.
O sea que con tu caligrafía de los domingos indicabas en el exterior del sobre a quién deseabas hacer llegar tu mensaje y para que otra persona se lo entregase a esa que tu habías designado pagabas un precio. Este pago se hacía comprando una pegatina, sí, sí de papel también claro, que se colocaba visiblemente, aunque suene raro, sobre el sobre. Pegada junto al texto previamente escrito.
Quizá no me creáis pero además era necesario chupar la pegatina, sí, pasearla por la lengua en un injusto intercambio de ADN por asqueroso sabor a goma. Esa era la prueba de que habías completado la transacción, de que habías efectuado el pago para que alguien hiciese el trabajo, la entrega.
Hasta aquí todo guay, pero el ser humano es la hostia y algunos descubrieron poseer determinadas habilidades que les permitían despegar las pegatinas y reutilizarlas para enviar otros mensajes sin rascarse el bolsillo y pagar por el trabajo. Y la voz se corrió, y no busques dobles sentidos en todas las frases porque no todas los tienen. El caso es que un día un tío dijo: el último año hemos entregado cien millones de cartas y le preguntó a otro tío con cara de lelo: ¿cuantos sellos hemos vendido? Y tío de aspecto lento, que ya había notado algo anómalo en las últimas estadísticas, respondió: setecientos catorce, y el primer tío dijo: pues aquí falla algo, creo. Y se les ocurrió, para inutilizar una pegatina ya usada, matarla, o sea tatuarla con tinta para toda su vida. De ahí lo de sello nuevo y matao. Fin del inciso.
Bueno a lo que íbamos, antes había muchos e imaginativos motivos para decorar estas misivas y se hacían series de sellos temáticas: pintores, monumentos, descubridores (eran los encargados de encontrar nuevas tierras para vivir y obtener recursos, habitualmente masacrando la fauna indígena. Eso ya no está muy bien visto ahora y la profesión ha caído en el olvido), insectos, trajes militares, vestidos regionales, castillos, banderas, y como no orgullosos bustos de dirigentes y famosetes, de dictadores y literatos. Concretamente había una serie del año cincuenta y cinco con la imagen de Francisco Franco, el cherif del territorio español durante unos cuarenta años, compuesta por veintiún sellos, desde diez céntimos hasta diez pesetas (otro día os cuento lo de la peseta, qué era y como murió), cada uno de un color.
Recuerdo que el más caro de todos costaba 5.400 pesetas en los años ochenta, una pasta gansa… Supongo que era el mas valioso por ser el más escaso y difícil de conseguir, lo que se me escapa es si había poquitos porque no se usaba mucho esa tarifa o por otros motivos…
Era el de dos pesetas, el de color rojo intenso.