Eso dicen, que una imagen vale más que mil palabras. Supongo que será cierto ¿no?
Vale, sí, me gustan los objetos de diseño y las marcas reconocidas ¿y qué? Me importa un bledo si me miras raro por ello. Si tu no puedes permitírtelas ¿a mi qué me cuentas? Verás, para nosotros, me refiero a los que tenemos el buen gusto y la clase para apreciar la diferencia, es más importante la apariencia y la procedencia de las cosas que su utilidad real. Porque son esos maravillosos logos, esos sencillos y familiares símbolos de poder los que al ser exibidos, como medallitas en el pecho de un curtido militar, definen nuestra trayectoria, nuestro estatus, nuestra posición en la pirámide. Y obviamente cuantas más medallitas te pones más alta es tu posición en el grupo. ¡Básico de primero de liderazgo! Por eso la imagen es lo más importante, es lo único importante en realidad. ¿De verdad te parezco demasiado superficial? ¿Te lo ilustro con un ejemplo?
I
Llego al hotel y aparco en la misma puerta, es un edificio cinco estrellas. Me aseguro de que tanto la morena de vertiginosas piernas que ocupa la recepción como los paisanos de la cafetería y el hall se fijen en la de tres puntas que brilla orgullosa en el capó de mi vehículo antes de apearme despacio. Salgo a cámara lenta, como se suele ver en las películas. Zapatos hechos a mano relucientes como espejos. La raya del pantalón trazada con regla, impecable. Del portaequipajes extraigo un pequeño maletín estampado en tonos marrones y con las iniciales ele y uve mayúsculas entrelazadas. Los gémelos en mis muñecas lanzan destellos como flashes.
Cuando llego al mostrador de recepción la exmodelo ya me espera servicial y atenta. Hago el despliegue completo aprovechando la cercanía de una rubia sexy que acaba de salir del ascensor. Busco mi teléfono móvil, el último modelo de la manzanita, y finjo repasar los datos de la reserva. Al abrir la solapa del traje queda bien visible la cabeza de medusa bordada en él. Extraigo del bolsillo interior una cartera de piel cuyo cierre se asemeja a una pequeña flor blanca de marfil, la misma que luce el capuchón de la pluma estilográfica que sujeto entre mis manicurados dedos y con la que firmo la hoja de registro, al tiempo que intento que se vea con claridad la pequeña corona grabada con laser en la pulida esfera de cristal de mi reloj.
Estoy seguro de que para el ojo experto de la recepcionista y de la rubia sexy, que ya está a mi lado, no han pasado desapercibidos esos pequeños detalles. Por si acaso le dejo a la chica una visa platino para pagar la habitación y mientras termina la gestión, con desgana, echo un vistazo alrededor. Es un buen hotel pero es evidente que no está a la altura de mis expectativas e intento que mi expresión lo refleje. Cuando miro hacia la rubia se hace la distraída y se sonroja. Finalizado el ritual me dirijo al ascensor, no tengo que girarme para saber, con absoluta certeza, que ambas mujeres me siguen con la mirada. Ese momento, ese único instante ya justifica el dolor de los créditos, las hipotecas y los descubiertos.
II
Entro en el hotel (no, en el de antes no, ese no me lo puedo permitir, he conseguido una oferta increible en uno de cuatro estrellas). He llegado en mi Peugeot seminuevo, me daba un poco de vergüenza dejarlo entre los BMW y Mercedes de la entrada así que he aparcado en una calle lateral. He cogido la bolsa de deporte que me sirve de maleta y me he acercado a la recepción con cierta cautela. Llego al mostrador y la exmodelo morena de curvos contornos se entretiene unos segundos dando instrucciones a una joven del servicio de limpieza antes de atenderme. Leo la reserva en la pantalla de mi teléfono chino, el que compré hace tres años y que me esta dando un resultado excelente. Me pide el DNI y al dárselo caen también la tarjeta del Carrefour, la del Leroy y la del transporte público. La chica me ofrece una sonrisa condescendiente y desvía la mirada. Quizá debería de tranquilizarla, decirla que está a salvo, que la visión de mi mediocridad no es rival para sus preciosos ojos pero me da que no lo entendería.
La rubia que se acercaba desde el ascensor interrumpe mi gestión para susurrarle algo a la recepcionista. Lo siente, tiene prisa, se disculpa amablemente sin mirarme y se aleja (supongo que mi atuendo sport de centro comercial no la impresiona). Firmo el registro de entrada con el bolígrafo publicitario del hotel que me ofrece la joven y le doy mi tarjeta Visa Clasic sin comisiones para que efectúe el cargo. Mientras lo hace me invade la sensación de que otro establecimiento más modesto también me habría servido perfectamente. Me devuelve el trozo de plástico junto con su amable sonrisa compasiva y me desea feliz estancia. Por un instante pienso que en cuanto me gire sacará del cajón un botecito de esos con desinfectante aromatizado.
Vale, pues eso. Que lo mismo… lo mismo… no es ¿verdad?